Bienvenidos

Este es un blog dedicado a las opiniones e impresiones, sobre todo y sobre nada, de quienes las escriben. Cada uno con su visión e ideas sostiene con su columna una parte importante del edificio. Siéntense a su sombra, hagan corrillo, beban de sus fuentes, ríanse, emociónense, abúrranse, comenten la jugada, o incluso añadan su propio fuste y capitel. Que lo disfruten.

lunes, 13 de julio de 2009

Ciudades

Bowman
En el espacio de David Bowman

Numerosas personas en todos los continentes siguen creyendo en dios y también que París existe y que es una ciudad.

Y no.

La ciudad, el entorno urbano en el que sucede nuestra época, no es un lugar físico, sino mental. París, Calcuta, Tokio, Buenos Aires, Barcelona y hasta las conurbaciones Avilés-Oviedo-Gijón y la Portsmouth-Southampton son el escenario físico de millones de vidas, cierto, pero también -y sobre todo- son un espacio en la imaginación. En la imaginación de sus habitantes y en la de millones de personas que no han vivido en ellas nunca ni las han visitado jamás.

No en vano el ‘Titanic’ zarpó de Southampton mientras ‘La Hispaniola’ -con Jim Hawkins y Long John Silver a bordo- lo hacía desde Portsmouth el mismo día y a la misma hora (si es que hay días y horas en la imaginación). Tampoco es en vano que la Vetusta de Anita Ozores sea Oviedo y que Barcelona se resuma tanto en la iniciática ascensión a las torres de la Sagrada Familia como en el avión del Tibidabo. O en la ciudad de los prodigios o en las aventuras de esas dos señoritas que son Vicky y Cristina en una ¿Barcelona imaginaria?

Y es que ciertos críticos de escasas luces han dicho que Woody Allen se inventó una Barcelona inexistente. Pero, bueno ¿por qué va a ser más falsa la fantástica Barcelona imaginada por Woody Allen que esa tan demenciada que les salió a los alcaldes Serra y Maragall cuando imaginaron olímpica su ciudad? ¿Puede alguien creer de verdad que Barcelona sea 'olímpica'? Yo, desde luego, no, pero es innegable que hay quien ve así la ciudad en la que Alonso Quijano recuperó la cordura y un jovencísimo Miguel Cervantes embarcó para Italia. Algunos (encantados de haberse conocido) incluso la ven ‘condal’. O señorial.

Hay tantas ciudades, de hecho, como personas capaces de vivirlas, es decir, de recordarlas.

O de imaginarlas.

Nueva York, por ejemplo, la gran ciudad de nuestro tiempo, puebla los sueños y los mitos de prácticamente todos los habitantes del planeta y es imposible que para todos represente lo mismo y sea para todos la misma ciudad exactamente. Incluso a dos neoyorquinos como el alcalde, Michael Bloomberg, y un tal Joe Parker, bombero en una unidad de Queens, la palabra ‘New-York’ les evoca a buen seguro realidades bien diferentes. Es decir, que ‘New-York’ levanta en cada uno de ellos construcciones mentales muy disímiles.

Total, que la Nueva-York de Michael Bloomberg no tiene nada que ver con la de Joe Parker.

Y si esto es así con Nueva-York ¿que no será con París, la primera ciudad moderna? (con permiso de Londres y, como no, de Roma). Para Hemingway, Paris fue una fiesta mientras que para el gran César Vallejo representaba el lugar de su muerte (‘Me moriré en París con aguacero’, como así fue, ‘un día del cual tengo ya el recuerdo’, profetizó con intensa melancolía).

Un París fotografiado por Storaro también fue el punto de encuentro con la Dama Negra para Paul, el personaje de Brando en ‘El último tango en París’, que cayó asesinado por una jovencita caprichosa y cobardica que quería un piso nada menos que en Passy (el XVIe. arr, donde la mitad de los coches aparcados son de la marca Porsche y la otra mitad, de la marca Jaguar y donde este cura vio paseando por un parque a Donald Sutherland con un chiquillo rubio que uno siempre ha imaginado -la imaginación es tan libre como las mitologías personales- hijo de Kiefer S).

Para Gabriel García Márquez, París se convirtió en el puerto de recalada y acogida en el que por fin pudo escribir sus ‘Cien años de soledad’ y para Picasso, en el lugar donde se encuentra el mítico estudio de los ‘Grands Augustins’ donde nació el ‘Guernica’ y donde -según Balzac- el maestro Frenhofer habría podido pintar su obra maestra desconocida.

Cole Porter imaginó París en primavera (bueno, y en verano y en invierno)

‘I love Paris in the spring time
I love Paris in the fall
I love Paris in the summer when it sizzles
I love Paris in the winter when it drizzles’

y Josep Roth lo convirtió en el escenario de la leyenda del santo bebedor bajo los puentes, exactamente en el mismo lugar -a la vista de la popa de Notre Dame- donde Woody Allen bailó con Goldie Hawn una danza imposible, yo besé por primera vez a una chavala y Billy Wilder hizo salir de las aguas del Sena a Jack Lemmon en ‘Irma La Dulce’.

Luego habrá quien se empeñe en que existe La Verdad y en colocársela a los demás (con un embudo y a tortas, si falta hace). París, en fin, no existe (digan lo que digan la docta geografía y los severos locutores de los telediarios) pero aun así bien vale una misa (o dos, y si son en San Denís, mejor que mejor).

Que reste-t-il de nos amours?
Que reste-t-il de ces beaux jours?
Une photo, vieille photo
de ma jeunesse.....

Que reste-t-il des billets doux,
des mois d' avril, des rendez-vous?
Un souvenir qui me poursuit
sans cesse....

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viernes, 3 de julio de 2009

La inexistencia

Bowman
en El espacio de David Bowman

El tiempo es inconcebiblemente salvaje. El tiempo te confunde y termina por hacerte ver lo blanco negro. En cantidad suficiente llega, incluso, a matarte. El tiempo es un tormento y conviene huir de su abrazo. Lamentablemente isn’ t possible, que diría el amigo americano. Es imposible huir de la cuarta dimensión -el tiempo- como es imposible dejar de tener culo, ideología y malos pensamientos.

Cioran, en un libro de aforimos imprescindible, 'Del inconveniente de haber nacido' (*), fabula sobre esta cuestión de renunciar al tiempo (es decir, al existir). De paso, quita a la muerte en general y al suicidio en particular el halo de malditismo legendario que les dieron los románticos. La muerte sólo sería el remate final de la rebaja que es el hecho de nacer. Y el suicidio, otra pavada ególatra del ser humano, tan excesiva como la invención de Dios. Y es que la muerte, impremeditada o suicida, no resuelve el pecado original del nacimiento. La muerte no borra el transcurso -‘la mancha’- que cada nuevo nacimiento traza en el telón pintado del Universo. Como dijo un poeta en ocasión más lírica que ésta ‘lo que ha sucedido no se puede borrar’. O aquella señorita casquivana con ocasión de la entrega de su honra: ‘lo hecho, hecho está’.

Para huir del tiempo cuando ya ha sido conjurado por el nacimiento, es decir, cuando ya está hecho el mal, el ilustre Cioran recomienda la lucidez. Es decir, dedicarse a perderlo (el tiempo) consciente y premeditadamente en grandes cantidades, renunciando a la vanidad de la invención, de la creación, de la procreación y, en general, de toda clase de acción y proacción, sea ésta la que sea.

La lucidez, pues, no sería más que el advenimiento de una suerte de ascesis tendente a evitar seguir manchando el cosmos con la pedantería de la actividad humana, con la fe en uno mismo, con el afán de influir en el devenir, con la vanidad inane de los juicios de valor y con otra serie de majaderías sin pies ni cabeza.

Cioran, que es fantástico, se toma la molestia de poner en pie todo un sistema filosófico de orden moral (extraordinariamente complejo y referido a otros muchos y variados sistemas) para reivindicar, en suma, la vagancia. Siguiendo a Cioran, lo mejor sería no dejar rastro. Evitar toda definición, cualquier calificativo y asumir la situación como viene: sin colgarle una etiqueta.

Es muy oficinesco eso de andar calificando y clasificando las cosas, todas las que suceden, así como todas las personas. Como muy rancio, antiguo y español. Y católico, también. Un auténtico juicio de Dios, esa suerte de demiurgo enloquecido que permite imponer cualquier moral y justificar cualquier cosa. Desde el exterminio genocida de pueblos enteros (‘en el nombre de Dios’) hasta la pena de muerte para un solo individuo (‘que Dios se apiade de su alma’). Y todo ese monumental montaje se ha puesto en pie a lo largo de más de dos mil años de prieta historia occidental a pesar de que Dios, sencillamente, no existe, que es que tiene cojones.

La sociedad humana marcha divinamente sin Él y sin toda la parafernalia de curas, papas, sacramentos, ritos, ceremoniales y demás zarandajas, así como sin la de sus santos sucesores (de los que hablaremos otro día). En resumidas cuentas: sin un inmenso tinglado perfectamente articulado pero más inútil que un legionario romano en el cerco de Stalingrado. Y es que Dios ya no tiene más sentido que expresar una concepción del mundo que se desmigaja sin remedio. Bueno, y ser seña de identidad también -etiqueta, estandarte y símbolo- de una casta social vieja: los tenderos de la Tierra. Esos que sin cortarse un pelo se proclaman ‘creadores de riqueza’. Santos varones.

Al tendero le asusta la indefinición, la ausencia de relojes y que el personal no pase por vicaría. Por eso rehúye la sorpresa y pone etiquetas sin parar a todo lo que se mueve. Pájaro. Tren. Ratón. Sulfito. Cuatro menos cuarto. Mujer. Aparentando seguridad, se mira constantemente en el espejo y formula delirantes definiciones de sí mismo, una tras otra, que es el puto colmo. Yo, yo, yo, yo: un pequeño dios, un demiurgo de barrio, un imbécil acrisolado.

Este mendrugo, harto de mirarse en el espejo, asegura que esa esencia superimportante, hiperpoderosa y preexistente a la que llama Dios se lo ha sacado TODO de la manga, empezando por el mar y las estrellas y acabando por los sarpullidos. Eso incluye a los seres humanos, que esa SuperCosa habría tenido a bien concebir ‘a su imagen y semejanza’, nada menos, toma modestia, y que por eso tenemos que estar todo el día discurriendo chorradas como pequeños diosecillos creadores que, en el fondo, no hacen otra cosa que proseguir la Obra de Dios, o sea, ‘Operación Triunfo’, Las Pirámides de Egipto, los cruceros por el Mediterráneo, la aspirina o la taza de water, que es uno de los inventos más grandes de la Humanidad (como sabe cualquiera que haya tenido que cagar de campo).

Conclusión, que así estamos, llenos de fatuidad, nacionalismo, fallas, gestualidad, arte, orgullo, expresionismo, creatividad, religiosidad, style, municipalismo, ingeniería, fachendosité, fe y, en fin, egoticidad. El ‘yo’ es inevitable pero dar pábulo a sus delirios es manifiestamente grosero. Un ‘star-system’ miserable, exhibicionista, paleto, doméstico, municipal y acretinado.

Cioran, que estimó la discreción como la más grande virtud de estos tiempos, añoró no pasar más desapercibido y glosó los Santos Evangelios bendiciendo a los discretos. ‘Bienaventurados los discretos porque no te darán la paliza’, escribió en un momento de lucidez. Y concluyó con una hermosa jaculatoria. ‘Oh, amada indefinición, a ti me entrego, rendido incondicionalmente a tus pies (o a lo que sean las peanas esas) para siempre’.

Volvamos, pues los ojos a San Ciorán y hagamos del mundo un lugar un poco más abierto, relajado, relajante e indefinido. Para lograrlo basta estarse quieto y no hacer absolutamente nada. Pocos santos, profetas, líderes y demás patulea han prometido tanto a cambio de tan poco. A cambio de quietud. Quietud ante todo. Quietud...

Y ahora, eternidad (que es la consecuencia de la ausencia de tiempo): Modugno. ‘Nel blu di pinto di blu’

(*) Del inconveniente de haber nacido. EM Cioran (Taurus, 1981)

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