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Este es un blog dedicado a las opiniones e impresiones, sobre todo y sobre nada, de quienes las escriben. Cada uno con su visión e ideas sostiene con su columna una parte importante del edificio. Siéntense a su sombra, hagan corrillo, beban de sus fuentes, ríanse, emociónense, abúrranse, comenten la jugada, o incluso añadan su propio fuste y capitel. Que lo disfruten.

viernes, 3 de julio de 2009

La inexistencia

Bowman
en El espacio de David Bowman

El tiempo es inconcebiblemente salvaje. El tiempo te confunde y termina por hacerte ver lo blanco negro. En cantidad suficiente llega, incluso, a matarte. El tiempo es un tormento y conviene huir de su abrazo. Lamentablemente isn’ t possible, que diría el amigo americano. Es imposible huir de la cuarta dimensión -el tiempo- como es imposible dejar de tener culo, ideología y malos pensamientos.

Cioran, en un libro de aforimos imprescindible, 'Del inconveniente de haber nacido' (*), fabula sobre esta cuestión de renunciar al tiempo (es decir, al existir). De paso, quita a la muerte en general y al suicidio en particular el halo de malditismo legendario que les dieron los románticos. La muerte sólo sería el remate final de la rebaja que es el hecho de nacer. Y el suicidio, otra pavada ególatra del ser humano, tan excesiva como la invención de Dios. Y es que la muerte, impremeditada o suicida, no resuelve el pecado original del nacimiento. La muerte no borra el transcurso -‘la mancha’- que cada nuevo nacimiento traza en el telón pintado del Universo. Como dijo un poeta en ocasión más lírica que ésta ‘lo que ha sucedido no se puede borrar’. O aquella señorita casquivana con ocasión de la entrega de su honra: ‘lo hecho, hecho está’.

Para huir del tiempo cuando ya ha sido conjurado por el nacimiento, es decir, cuando ya está hecho el mal, el ilustre Cioran recomienda la lucidez. Es decir, dedicarse a perderlo (el tiempo) consciente y premeditadamente en grandes cantidades, renunciando a la vanidad de la invención, de la creación, de la procreación y, en general, de toda clase de acción y proacción, sea ésta la que sea.

La lucidez, pues, no sería más que el advenimiento de una suerte de ascesis tendente a evitar seguir manchando el cosmos con la pedantería de la actividad humana, con la fe en uno mismo, con el afán de influir en el devenir, con la vanidad inane de los juicios de valor y con otra serie de majaderías sin pies ni cabeza.

Cioran, que es fantástico, se toma la molestia de poner en pie todo un sistema filosófico de orden moral (extraordinariamente complejo y referido a otros muchos y variados sistemas) para reivindicar, en suma, la vagancia. Siguiendo a Cioran, lo mejor sería no dejar rastro. Evitar toda definición, cualquier calificativo y asumir la situación como viene: sin colgarle una etiqueta.

Es muy oficinesco eso de andar calificando y clasificando las cosas, todas las que suceden, así como todas las personas. Como muy rancio, antiguo y español. Y católico, también. Un auténtico juicio de Dios, esa suerte de demiurgo enloquecido que permite imponer cualquier moral y justificar cualquier cosa. Desde el exterminio genocida de pueblos enteros (‘en el nombre de Dios’) hasta la pena de muerte para un solo individuo (‘que Dios se apiade de su alma’). Y todo ese monumental montaje se ha puesto en pie a lo largo de más de dos mil años de prieta historia occidental a pesar de que Dios, sencillamente, no existe, que es que tiene cojones.

La sociedad humana marcha divinamente sin Él y sin toda la parafernalia de curas, papas, sacramentos, ritos, ceremoniales y demás zarandajas, así como sin la de sus santos sucesores (de los que hablaremos otro día). En resumidas cuentas: sin un inmenso tinglado perfectamente articulado pero más inútil que un legionario romano en el cerco de Stalingrado. Y es que Dios ya no tiene más sentido que expresar una concepción del mundo que se desmigaja sin remedio. Bueno, y ser seña de identidad también -etiqueta, estandarte y símbolo- de una casta social vieja: los tenderos de la Tierra. Esos que sin cortarse un pelo se proclaman ‘creadores de riqueza’. Santos varones.

Al tendero le asusta la indefinición, la ausencia de relojes y que el personal no pase por vicaría. Por eso rehúye la sorpresa y pone etiquetas sin parar a todo lo que se mueve. Pájaro. Tren. Ratón. Sulfito. Cuatro menos cuarto. Mujer. Aparentando seguridad, se mira constantemente en el espejo y formula delirantes definiciones de sí mismo, una tras otra, que es el puto colmo. Yo, yo, yo, yo: un pequeño dios, un demiurgo de barrio, un imbécil acrisolado.

Este mendrugo, harto de mirarse en el espejo, asegura que esa esencia superimportante, hiperpoderosa y preexistente a la que llama Dios se lo ha sacado TODO de la manga, empezando por el mar y las estrellas y acabando por los sarpullidos. Eso incluye a los seres humanos, que esa SuperCosa habría tenido a bien concebir ‘a su imagen y semejanza’, nada menos, toma modestia, y que por eso tenemos que estar todo el día discurriendo chorradas como pequeños diosecillos creadores que, en el fondo, no hacen otra cosa que proseguir la Obra de Dios, o sea, ‘Operación Triunfo’, Las Pirámides de Egipto, los cruceros por el Mediterráneo, la aspirina o la taza de water, que es uno de los inventos más grandes de la Humanidad (como sabe cualquiera que haya tenido que cagar de campo).

Conclusión, que así estamos, llenos de fatuidad, nacionalismo, fallas, gestualidad, arte, orgullo, expresionismo, creatividad, religiosidad, style, municipalismo, ingeniería, fachendosité, fe y, en fin, egoticidad. El ‘yo’ es inevitable pero dar pábulo a sus delirios es manifiestamente grosero. Un ‘star-system’ miserable, exhibicionista, paleto, doméstico, municipal y acretinado.

Cioran, que estimó la discreción como la más grande virtud de estos tiempos, añoró no pasar más desapercibido y glosó los Santos Evangelios bendiciendo a los discretos. ‘Bienaventurados los discretos porque no te darán la paliza’, escribió en un momento de lucidez. Y concluyó con una hermosa jaculatoria. ‘Oh, amada indefinición, a ti me entrego, rendido incondicionalmente a tus pies (o a lo que sean las peanas esas) para siempre’.

Volvamos, pues los ojos a San Ciorán y hagamos del mundo un lugar un poco más abierto, relajado, relajante e indefinido. Para lograrlo basta estarse quieto y no hacer absolutamente nada. Pocos santos, profetas, líderes y demás patulea han prometido tanto a cambio de tan poco. A cambio de quietud. Quietud ante todo. Quietud...

Y ahora, eternidad (que es la consecuencia de la ausencia de tiempo): Modugno. ‘Nel blu di pinto di blu’

(*) Del inconveniente de haber nacido. EM Cioran (Taurus, 1981)

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