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Este es un blog dedicado a las opiniones e impresiones, sobre todo y sobre nada, de quienes las escriben. Cada uno con su visión e ideas sostiene con su columna una parte importante del edificio. Siéntense a su sombra, hagan corrillo, beban de sus fuentes, ríanse, emociónense, abúrranse, comenten la jugada, o incluso añadan su propio fuste y capitel. Que lo disfruten.

jueves, 2 de abril de 2009

El traje de los Domingos

Eli en Acordes y desacuerdos.

Una se imagina que a estas alturas y en una profesión como la mía, donde a diario comprueba cómo la enfermedad expone al hombre de forma inmisericorde hasta hacer que pierda incluso su individualidad, nada ni nadie lograría hacer que perdiera la calma.

Pero -¡gracias al cielo por los pequeños favores!- aún no he alcanzado ese grado de cinismo como para que algunos comportamientos no me dejen pensando: Eli, ésta te la apuntas.

El suceso que quisiera comentar ocurrió tal como sigue:

Una tarde de Domingo de guardia. Son las peores. Diríase que es el día en que las malas conciencias tratan de redimir la indiferencia hacia el enfermito del resto de la semana y , tratando de ganarse el favor familiar y el respeto perdido, actúan como si su mera presencia fuera imprescindible para la recuperación del yacente o el buen funcionamiento de los aparatos que lo acompañan.

En fin, que ya andaba medio encabroná de tanto tocarme las narices cuando comienzan a llegar los ingresos.

No voy a comentar nada de aquel al que la brusca interrupción de la salud le pilla de improviso (aunque mi abuela sí que tendría mucho que rezongar), sino de aquel otro que ingresa de forma programada, con cita de varios días de antelación, para la realización de alguna prueba diagnóstica u operación quirúrgica.

Pues bien, el sujeto del que trato de hablar pertenecía a esta segunda categoría.
Era un joven de unos 18/20 años. Venía acompañado de su madre y se notaba que no debían andar muy boyantes en cuanto a poder adquisitivo.
Hasta ahí, todo bien.

Pero cual no será mi sorpresa cuando vuelvo a la habitación tras esperar un tiempo para que se cambie y compruebo que, sin empacho ni vergüenza, el chaval se ha enfundado un pijama que imagino ya usado. Y me refiero a que tenía toda la pinta de ser el mismo que se acababa de quitar esa mañana.

Aparte de los lamparones y del siete que lucía en los fondillos, sus calcetines pedían a gritos aguja e hilo para cumplir satisfactoriamente su función de cubrir los dedos gordos de los pies que alegremente campaban a sus anchas entre un par de señores tomates.

Estamos en crisis, soy perfectamente consciente de ello. Sin embargo, no entiendo qué tiene que ver el tocino con la velocidad.
Que el ser pobre nunca ha estado reñido con ser limpio. Y que si la madre tenía para comprarle un donut al chaval seguro que tiene para detergente y costura.

Recuerdo de pequeñita que, aparte de la ropa de diario, mamá conservaba celosamente guardado en el ropero lo que ominosamente se llamaba "el traje de los Domingos" y que sólo se sacaba en caso de cumplirse uno de estos tres supuestos:
-Que fuera Domingo de Ramos y todos los que le seguían.
-Que fuéramos de visita a ver a alguien importante.
-Para ir al médico.

Yo aún tengo grabado en lo más profundo de mi memoria genética esa idea de dar buena impresión sobre todo cuando vas a ver a un señor ante el que al final acabas desnudándote. Cuando compartes con un extraño tal grado de intimidad.

Mi abuelita, con sus viejas y anticuadas ideas, guardaba en un baúl todo lo necesario por si alguna vez debía acudir al hospital. Ella se hubiera muerto de vergüenza si la hubieran pillado sin sentirse perfectamente preparada para los imprevistos.

Recuerdo que una vez a punto de salir perdí el botón de una falda y, para no perder tiempo, la sujeté provisionalmente con un imperdible hasta mi vuelta a casa.
Mi abuela, con gesto displicente, murmuró:
-No deberías salir así a la calle. ¿Y si te pasa algo y te tienen que desnudar?

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